sábado, 3 de agosto de 2013

De cuando dejas atrás lo que más quieres y no tienes ni idea de lo que hay delante


 
 
 
 
Salir de casa no es fácil. No. No es que tenga la puerta atrancada, ni tampoco es que haya un lobo hambriento en el rellano. Si esperabais escuchar el cuento de los tres cerditos, sabed que no estáis en el lugar apropiado. No, no es eso. Me refiero al hecho de abandonar el hogar. Ese hogar que con mucho entusiasmo y tantísimo amor ha ido uno construyendo a lo largo de los años, para tratar de buscar y ganarse la vida en otro país. Vamos, emigrar creo que lo llaman.
 
En general, la cosa empieza mucho antes de dar el primer paso. O dicho de otro modo, el primer paso es pensar en cómo dar el primer paso. Aunque en realidad, y lamentando la sobre-redundancia, el primer paso es llegar a ser consciente de que uno debe emigrar. Vamos a llamarlo “El paso 0”, porque aunque me encantaría ponerle a ese paso “El Cristo del Gran Poder”, creo que ya está registrado. ¡Qué le vamos a hacer!, todavía no hemos emigrado y ya nos estamos encontrando con trabas.

Decidir el lugar al que se va a ir y a qué tipo de trabajo se aspira suelen ser los dos pilares donde descansan y sobre los que giran el resto de las otras “decisiones” y de los que se derivan muchísimas consecuencias que se deben tener en cuenta. Pero la verdad es que creo que me estoy yendo por las ramas, porque en mi ánimo no estaba hoy hacer una “guía práctica del emigrante”, sino que realmente pretendía hablar de algo que podría ubicarse más bien, si se quiere, en un plano emocional.

Emigrar, como cualquier otra decisión que se pueda tomar, implica una serie de consecuencias. Y de las primeras de las que uno es consciente es del hecho de que va a tener que dejar atrás a seres queridos, lugares familiares e incluso lengua materna. Emprender rumbo hacia una nueva vida, por muy emocionante y excitante que resulte, implica un camino que en ocasiones está plagado de renuncias y sacrificios. No es lo mismo abandonar el hogar familiar cuando uno está recién ingresado en la edad adulta que cuando se rozan los cuarenta años y se deja atrás hijos y/o pareja.

En mi caso me veo obligado a “abandonar” a mi hija. Es difícil y muy muy duro. Sólo quien ha pasado por esto puede llegar a comprender la angustia que supone no saber cuándo será la próxima vez que vuelvas a ver a tu pequeña, que aunque ya no lo sea tanto (lo de pequeña, me refiero), para una padre nunca deja de serlo. Un consuelo es pensar que mi sacrificio y mi esfuerzo permiten que ella pueda tener hoy un presente, y quién sabe, incluso la esperanza de un futuro. Ojalá ella algún día lo pueda comprender y ver de este modo. Mientras tanto, le deseo la mayor de las felicidades y le diría que cuando sienta que la vida no le sonríe, pruebe a sonreírle ella. A veces, sólo a veces, funciona. Y además, no se pierde nada por intentarlo.

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